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Calderón, entre el Bacardí y la burla: El expresidente que gobernó con la copa llena y el juicio vacío

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El reciente escándalo de Felipe Calderón en una cena del ITAM en Miami —donde, según los asistentes, llegó “borracho, abusivo y gorrón”— solo vino a confirmar lo que México ya olía desde hace años: que el hombre que juró gobernar con “manos firmes y limpias” en realidad llevaba la brújula política empapada en alcohol. La anécdota es casi caricaturesca: los exalumnos planearon una cena sobria y accesible… y Calderón terminó reventándoles la cuenta a 300 dólares por cabeza mientras pedía vinos caros “con la soltura que da beber de gorra”. El chistecito del propio Calderón —“ya ven que luego me acusan de ser alcohólico”— se volvió profecía instantánea cuando llegó la cuenta.

Pero esta cena no es un hecho aislado: es la metáfora perfecta del calderonismo. Un sexenio donde las decisiones parecían tomadas entre brindis y madrugadas turbias; donde la guerra que bañó al país en sangre fue lanzada sin estrategia, pero con el ímpetu de alguien que confunde valor con mezcal; donde se presume firmeza mientras se tropieza con las palabras; donde el Estado se incendia mientras el presidente sonríe con la copa en la mano. Los efectos están a la vista: un país roto, instituciones debilitadas y un legado que huele más a botella abierta que a liderazgo responsable.

Y mientras México todavía paga las consecuencias de sus malas decisiones —esas que quizá también venían servidas “al doble”— el expresidente continúa viajando, opinando y emitiendo juicios morales como si aún tuviera autoridad. Lo único inolvidable de Calderón no es el ITAM, ni su presidencia, ni su discurso: es el cinismo de un panista que predica sobriedad moral mientras deja cuentas enormes… siempre para que otros las paguen. Porque así son: borrachos, tranzas y cínicos. Y cuando se trata de pasar la factura, nunca falla —siempre la deja en manos del pueblo de México.